La noche en que Kissa entró en el río Taru.

Era una noche demasiado perfecta como para quedarme en casa porque cuatro sacerdotes Zehelinos lo considerasen de “extraordinaria urgencia”, estaba acostumbrada a desobedecer y acabar saliéndome con la mía. El bosque Taru se abría ante mí más y más con cada frondoso árbol que yo iba dejando atrás, pronto dejé rezagada la zona segura y conocida que frecuentaba de niña junto a Luk y, sin casi ser consciente, llegué hasta el río guiada por el leve sonido del fluir del agua.

Quise seguir el río hacia abajo y lo hice con los pies descalzos dentro de sus frías aguas, leves punzadas me cosquilleaban al principio, pero pronto dejé de sentirlos. Aun así, una extraña atracción me impedía sacar los pies de aquella agua.  Cuando quise darme cuenta mi cuerpo había perdido el equilibrio y yacía derrumbado sobre las rocas empapadas, mis rodillas sangraban en abundancia, tiñendo de rojo la cristalina pureza del río.

Fue entonces cuando ocurrió: mi mirada quedó clavada en el resplandor plateado y resplandeciente de sus aguas, en sus hondas inquietas e irregulares. Casi podía escuchar la sensibilidad de sus vibraciones y mi cuerpo reaccionaba con ellas, el vello se me erizó y la leve brisa venida del río para acariciarme me arrancó un sutil suspiro libidinoso. El agua se estaba comunicando conmigo y me atraía a ella con su fuerza hipnótica. Tenía que beberla, tenía que extenderla por mi piel, tenía que unirme a ella. Tenía que tomarla.

Mis ojos no parpadeaban mientras contemplaban el subir y bajar, el ir y venir del ondulante río que me poseía más con cada segundo que allí permanecía. Entre las rocas, queriendo y formando parte de un conjunto conectado con una energía posesiva y feroz. Mi corazón latía más fuerte con cada pequeño sonidito que el río en su mágica naturaleza producía, una armonía en el punto justo en que tierra y agua se unían.

Entonces, cuando la progresiva atracción llegó a su mayor apogeo, deslicé inconsciente las manos por mi cuerpo palpitante, retirando apresurada e inquieta la ropa que lo cubría, todo desde la mística abducción que en mí el río estaba proyectando. Mis pies buscaban automáticos la piedra adecuada para no resbalar en mi avance hacia el interior de un agua helada que ya no podía producir en mi cuerpo desnudo sentimiento distinto al placer. Quería fusionarme con el río, quería que sus hondas se propagasen también por mi superficie fría y húmeda, quería sus caricias y quería la violencia del fluir del río chocando contra mi piel, arrancándome profundos gemidos que bien podían salirme del alma inundada de aquella agua mágica y embriagadora.

El reflejo serpenteante del río me ofrecía la imagen de mi mismo cuerpo desnudo, de mi rostro teñido de placer y de mis facciones incapaces de contenerse. Las percibí perfectas y brillantes a la luz que el bosque Taru emanaba, y la luz de una luna que no existía. Las encontré envueltas en destellos plata, azul y verde, observé mis ojos ahora de un dorado brillante, me enamoré de ellos y de mis labios rojos y carnosos, de la blanca piel de mi rostro, del rubor colorado ahora evidente en mis mejillas, la tez anestesiada y su blanda expresión de sumisión ante un placer que simplemente me superaba y se me llevaba a otra parte, al mismo interior del río, a sus profundidades. En un último impulso de éxtasis me zambullí colmada de gozo y mi cuerpo se retorcía sin control entonces, poseída por las infinitas manos acuosas que me amordazaban, me tocaban, me estimulaban, me excitaban.

Cada gélido roce con mi propio cuerpo era una oleada de goce apasionado que me ponía la piel de gallina. No podía controlarme, tampoco quería hacerlo. Bebí más y la sentí por dentro, produciendo su mágico efecto también por mis adentros. Convirtiéndome en parte del río, viajé con él hasta la parte más baja del bosque, rozando las piedras que ahora eran de terciopelo, reptando por ellas, restregándome inquieta más y más rápido, descontrolada e incapaz de percibir otra cosa que el poderoso estallido que llegaba inminente.

Y llegó, y solo entonces fui liberada. Después de colmar aquella experiencia con el que fue mi primer orgasmo. Una explosión acuosa y húmeda tan intensa como silenciosa. Ni siquiera las criaturas nocturnas del bosque serían testigos de aquel momento de clímax incontenible. Quedaría entre el río y yo.

El río me dejó descansando a la orilla, quedé tumbada, completamente dormida, sobre las diminutas piedrecitas y el río continuó acariciándome lentamente mientras soñaba.

Amanecí con los primeros rayos de sol, me incorporé aturdida y tardé en recordar cuanto había hecho la noche anterior. Busqué mi ropa, me vestí y salí corriendo en dirección al poblado. Mis piernas me obedecieron con total perfección, no había ni rastro de las heridas que me había hecho en las rodillas.

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