La casa con cuatro cosas

Eran días de mucho viento. Siempre recordará eso por lo absurdamente obvio que le parecía. ¿Cómo iba a ser de otra manera? No podía reinar la calma en una semana como aquella. Las raíces, fuertes, ancladas, aparentemente inamovibles, habían sufrido un inesperado traslado y aun lloraban y berreaban como niñas confusas. Y su mente aun debía recorganizar la empresa que era su cuerpo, acostumbrar a cada departamento a la nueva realidad vigente. Importar reservas de dopamina. Proteger. Dejar de ser protegido.

No tardó en volver a dormir bien. Y solo soñaba con abrazos. Abrazos que eran utópicamente largos y se los brindaban las personas más curiosas de su vida pasada. Interpretaba señales oníricas en ellos, una fuerte voluntad de sentirse perteneciente a algo, de derribar aquel bloqueo que ya duraba un año. Época que para él había sido como una broma pesada de alguien o algo intangible pero muy poderoso.

En aquel nuevo rinconcito del mundo que había convertido en suyo propio, reinaba siempre el silencio. Le gustaba. Era una quietud acompañada siempre, no era un silencio sordo y completo. Lo poblaban los sonidos de la vida, los niños del patio del colegio junto al que vivían, las sirenas de sonidos extraños que sonaban a cada rato para indicar a los alumnos no sé qué… Y el viento. El viento moviéndose libre y a su antojo, pues no habían muchos edificios. El viento moviéndolo todo, toldos, árboles y personas. Desplazando y agitando, colocando cada cosa en su lugar alrededor de aquel nuevo sitio. Aquel nuevo hogar.

En su corazón y su mente, la tranquilidad y satisfacción de una nueva meta vital cumplida. En el fondo de su ser: miedo. Un pequeño monstruito con el que combatía diariamente y al cual siempre, sin falta, había de dominar y someter. Pero cuan grande se hacía cada noche y qué injusto era. ¿No es trampa atacar a tu enemigo cuando descansa? Las emociones, como los virus, son entes invisibles y sin honor que destruyen a su paso a quien encuentran y se deje. Sin importar qué.

Cada día sentía que se hacía más fuerte frente al miedo. Cuando el sol brillaba, el duelo estaba más que ganado. Era la oscuridad lo que lo volvía todo un poco más difícil. Necesitaba dejar una luz encendida al acostarse, aun cuando desde niño había detestado cualquier tipo de resplandor a la hora de dormir. Hoy era, quizá, un poco más pequeño que de niño. A lo mejor porque cuando dejamos de ser protegidos para convertirnos en protectores, se nos cae la barba y encojemos unos cuantos centímetros para volver a empezar de nuevo a aprender, a entrenarnos frente al miedo.

Lo positivo de todo esto es que él ganaba siempre al mosntruo. No podía ser de otro modo. Había aprendido a descuartizar al monstruo, dividirlo en pequeños fragmentos menos difíciles de superar. Todo su ser lo entregaba a superar a cada uno de aquellos minimonstruos, día tras día, su empeño y su tiempo eran por y para esa gesta. Quería poder mirar al pasado en un futuro sintiéndose orgulloso de su esfuerzo actual y del camino trazado aun sin contar con la orientación de nadie ni nada. Aquel era su camino y nadie antes lo había recorrido.

La casa tenía cuatro cosas y así debía ser. Ya habían bastantes trastos que despachar en el fondo de su conciencia.

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