Caparazones de tortuga y heridas autoinfringidas.

– ¿Qué ha sido esta vez? – preguntó con voz taimada, siempre era taimada.

Tenía el pelo rosa y un presente que la fortalecía día a día, estaba ahí, con ella, tenía forma de caparazón de tortuga gigante y no podía quitarse de la espalda ni un ratito aquel “hogar” de pacotilla. Le pesaba. Y ella se hacía fuerte. A veces resbalaba entorpecida pero siempre se levantaba. Siempre crecía.

– ¿Otro dragón?

– Este tenía los ojos azules – admitió-. No lo vi venir.

El joven maestro colocaba una tirita tras otra en su pecho descubierto. Una herida redonda, de corto diámetro pero peligrosa profundidad chorreaba notablemente en el lado del corazón. Ella observaba aquella cura para nada experta, escuchaba las quejas intermitentes del joven y amainaba su cólera con pacientes preguntas reflexivas.

– ¿Qué ha salido mal?

– Absolutamente todo – pronunció quedamente-. Para empezar no era un dragón verdadero. Era falso.

– Anda – seguía ella-. Y ¿qué pinta tiene un dragón falso?

– Se le cae la máscara constantemente – se mofó, la tez sombría no obstante, la mirada puesta en la herida que lentamente cubría tirita a tirita-. Se la vuelve a colocar y se le vuelve a caer, y así…

– Y ¿por qué perseguiste a este también?

– No lo he perseguido – soltó tajante-. Aun que me llamen “perseguidor de dragones”, solo he perseguido a uno en toda mi vida. A este solo lo estuve observando, a ver hasta dónde podía llegar.

– ¿Qué descubriste?

– Es la primera criatura de la que he huido sin sensación alguna de pena ni de gloria, tan solo una gigantesca repulsión y un buen revuelto estomacal.

– ¿Solo eso? ¿Y qué hay de esa herida?

– Esto me lo he hecho yo solito. Por eso se va a curar en seguida.

Levantó la mirada y sonrió por primera vez a su compañera. No era una sonrisa completa. Era una sonrisa a medias, de esas que el dolor no te deja completar, pero que la sinceridad intenta proyectar, valiente.

– Gracias – dijo él.

– No tienes que agradecerme nada.

– ¿Hacemos algo útil en este mundo?

– ¡Venga!

Se levantaron torpes como ancianos. Él por una herida autoinfringida, ella cargada con aquel caparazón de tortuga gigante. Y torpes como ancianos caminaron hacia donde las heridas eran reales y habían de ser sanadas, hacia donde no eran tan fáciles las sonrisas y habían de ser encontradas…

Hacia aquellos cuyos problemas de verdad los superaban, y no bastaba el consuelo ni las preguntas reflexivas ni las sonrisas para dejarlos atrás.

Quizá al regresar de nuevo al mundo de las máscaras, los problemas de antaño se les antojen juegos de niños.

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