La casa de las luces ténues

Muy muy lentamente, con el paso de aquellos años confusos y torcidos, habían ido cayendo. Muy paulatinamente, como árboles milenarios o como casas descuidadas, poco a poco, ladrillo a ladrillo, hasta que el esqueleto podrido de carcoma cediese precediendo una avalancha de escombros.

Algunos aún permanecían ahí, por ello no eran casas derrumbadas, quizá alguna suerte de estatuas de leyendas pasadas que han perdido la totalidad o gran parte de su significado. Y ahora se oxidan y florecen, erguidas pero atemporales e incoherentes.

Sus héroes. Sus altares. Ya no eran más que fría materia pasada que permanecía para quienes los vieran, pero no para quien los sintió. No del mismo modo, al menos. Y en aquel panteón roto, estaba él. Estaba de pie, pues el dolor se había vuelto soportable con los años. Y estaba en el centro, pues era él el anfitrión y protagonista en aquella cripta.

Miró a su alrededor. Sus dioses del pasado. Se contempló a sí mismo en tantas fases distintas de su vida, siempre atendiendo a aquellos dioses. Venerándolos. La espiral estaba ordenada, y el muchacho que le daba la espalda, pues miraba únicamente a sus ídolos, crecía conforme el recorrido avanzaba hasta acabar en él mismo. En pie, en el centro, pero no de espaldas pues no miraba a ningún héroe ya. Al final del todo estaba la salida, un gigantesco portón que aguardaba cerrado. Su superficie era de un brillante metal y en él se veía reflejado. No era una imagen exacta, nunca lo era. Puso ambas manos en el portón y empujó haciéndolo ceder. Al otro lado estaba el exterior, el mundo.

Bajó por la escalera con la mirada puesta en el horizonte y cada escalón dejado atrás se iba desmaterializando. Para cuando hubo alcanzado el suelo pedregoso, el panteón ya no estaba. Ya no era. Todo lo que había de ser, era con él, estaba en él. Llevaba consigo una sabiduría y un coraje nutridos de aprender de otros, pero eran suyos propios. Y el mundo que ante él se abría se enfrentaría incansable contra aquellas armas.

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