Final. Enraizar. Reconquista de un refugio.

La puerta se cerró y tras ella no quedó nada. Solo aquel recibidor solitario y sombrío, y un espejo en el que se veía  a sí mismo y veía la puerta, sin valor para mirarla directamente. Como a un fantasma. Pero no era un fantasma. Era eso: una puerta. Una puerta cerrada, que separaba el pasado del presente, separaba lo que era y lo que fue. Separaba su propia vida en dos partes. Su corazón.

Se lanzó hacia la puerta y quiso abrirla para correr tras ella, pero sabía que aquella era una puerta que no podía abrirse de nuevo y solo supo abrazar la madera blindada y llorar, llorar desconsolado y muerto de miedo. Porque ¿qué era lo que vendría ahora? No lo sabía. Y aquello le causaba un pavor frío e insoportable. Se abrazó a sí mismo y se separó lentamente de aquel muro que le engullía el alma a sorbidos largos y constantes. Él lo sabía, lo sentía… tenía que alejarse. Una vez más, estuvo a punto de salir fuera y seguirla, puso la mano en el pomo de la puerta y trató de accionarla, pero él mismo se había anticipado a sus propios actos: su otra mano, rápida e independiente, había dado la vuelta a la llave en la cerradura, la había retirado de esta y había dejado caer al suelo el llavero,  produciendo un tintineo al golpear el mármol. Y luego, silencio. Un silencio que quería estrangularlo, que bajaba por las escaleras y salía de las paredes, se abalanzaba sobre él con una mano que quería alcanzar su garganta. Ahogarlo.

No tardó en ascender a su habitación, apresurado, huyendo de aquel silencio, encontrándoselo aun así en cada esquina, por toda la casa. Al entrar en su cuarto, todo se desmoronó sin más, los objetos mismos le echaban de ella y le juzgaban, le dirigían poderosas reprimendas, le humillaban. Pero lo peor siempre sería el frío, aquel frío insoportable que dejaba tras de sí la fuga de aquel cuerpo y aquella sonrisa. Aquellos dones que él había dejado ir, expulsándolos sin más jactado de valer más que ellos, quizás, o puede que solo cobarde, sin más, ajeno a la lucha e ignorante del término esperanza. Quiso dormir y no pudo porque el aire de aquella habitación, impregnado de ella, seguía castigándolo. Y no dormiría más, porque ni el viento estaba ya de su lado. Los fantasmas nacidos de cada uno de los objetos, cada una de las fotografías le gritaban desde sus respectivas dimensiones temporales.

¿Qué has hecho?, ¿Qué es lo que has hecho?

Lloró encogido durante días, lloró sin tregua porque sus ansiosos llantos acallaban las voces de aquellos entes del pasado y solo así pudo permanecer en su propia habitación. ¿O nunca lo había sido?  Cayó entonces… fue nada más su antigua propietaria le cedió aquel espacioso cuarto que acudió su compañera a compartirlo con él… Cayó pues, en que aquel nunca había sido su propio cuarto. Suyo solo.

Tembló. Las paredes filtraron más frío de lo acordado. Y agazapado entre mantas, plegado y reducido, pidió perdón a aquellos objetos que lo rodeaban de recuerdos, a sus respectivos entes y sus respectivas épocas y anécdotas. Se disculpó ya sin fuerzas, tratando de gritar pero solo pudiendo emitir leves gruñidos de cachorro abandonado.

Y solo así le dejaron dormir.

 

Durmió la misma cantidad de tiempo que hubo llorado. Durmió sólo por vez primera en toda su vida, sin más figura materna para acunarlo que la que la naturaleza le había dado. La única que estaría allí por siempre y solo para él. Descansó una eternidad. Y cuando las voces hubieron callado del todo, cuando la cama ya flotaba en un estanque de lágrimas y el grifo se hubo cerrado casi del todo, pudieron comenzar a brotar raíces del cuerpo del joven. Cuantiosas raíces que crecían y se ramificaban repetidas veces en incremento, para alcanzar todas las esquinas, todos los recovecos llenos de polvo y pelusilla, cada uno de los muebles y objetos del espacioso dormitorio, para crecer, reptar por ellos y rodearlos… Para hacerlos suyos, germinar en ellos y dar flor lentamente. Para que, cuando él despertara, brillase a su alrededor un jardín que fuese solo suyo. La fuente de una nueva magia todavía por aprender.

Para que, cuando abriese la puerta, estuvieran allí, salidos de aquel otro dormitorio, a la izquierda del pasillo, pequeñito y entrañable, negro, aunque él siempre lo recordaba naranja, vacío aunque siempre estuvo rebosante de juguetes e historias. De él saldría un niño coñón de pelo tan liso y negro como el de su padre y en forma de casco, disfrazado de cualquier personaje fantástico, marimandón y escandaloso como ninguna otra cosa, cansino para llevárselo a jugar con él. Un adolescente puberscente e incandescente de negra ropa y flequillo planchado, con la cara invadida por los extraterrestres, quienes habían dejado larvas, al parecer, en todos y cada uno de los rincones de su faz reseca y colorada. Este no se acercaría, como el pequeño, y sería un tercero, más valiente y alto, de barba débilmente incipiente y ondas en el pelo dejadas ser y existir, el que lo empujaría a avanzar, chistoso y alegre. Para que los cuatro se abrazasen allí, al final del pasillo, bajo el marco de la entrada a un refugio que, ahora sí, era suyo.

SONY DSC

 

3 respuestas a «Final. Enraizar. Reconquista de un refugio.»

Deja un comentario