Observar

Todos vivían metidos en sus pequeñas esferas de cristal. En su mundo había numerosos mundos, incontables submundos. Uno, incluso varios, por persona. Cuando caminaba por la calle percibía la conciencia de esas gentes, dispersa, confusa y anulada. Veía sus núcleos amurallados y se fascinaba con cada cual fortificación más elevada, más guarnida, más fría. Aquel afán de separación. Un aislamiento negativo y tóxico, pues se aislaban hasta de sí mismos. Se evadían con tecnología y sustancias de la voz que en su interior hablaba y hablaba. No sabían hacerla callar por sí mismos y pedían al Sistema que les echara una mano.

Y este, relamiéndose, acudía con presteza y bien abastecido de recursos varios, para todas las edades, razas y sexos. Para toda situación sentimental, económica y geopolítica. Acudía para lucrarse, para acaparar el espacio que, creía, le correspondía en aquellas mentes desorientadas y atormentadas. Para convertirse en esa voz que las atormentaba desde dentro, obligándolas a ceder de nuevo e incontables veces más a la trampa disfrazada de remedio. A la incomunicación disfrazada de comunicación.

En su mundo había burbujas que resguardaban a la gente del entorno amenazador. Había dispositivos para evadirse de los demás y de uno mismo. Había máscaras también, para cuando no quedaba otro remedio que interactuar. Máscaras sonrientes, sí. Eran baratas y venían muy bien para cualquier situación. Ocultaban rostros que no sabían sonreír por sí solos, no sabían mantener una mirada, devolver complicidad, intercambiar gratitud. Nadie les había enseñado a ello.

En su mundo la gente intercambiaba corazones de plástico. Corazones de mentira. Se jugaba a coleccionarlos en grandes cantidades, se enseñaba a sentir orgullo en cuanto mayor número de corazones de juguete se tenía. Pero eran todos iguales y todos de mentira. Nadie nunca daba un corazón de verdad, ni siquiera parte de él. Y como nadie daba su corazón de verdad nadie se arriesgaba a dar el suyo por miedo a quedarse vacío.

Observaba aquel mundo, harto de ser la persona empática que lo sufría. Harto de mirar desde los tejados en busca de más individuos como él. Alienígenas en aquel planeta color gris de humo. Marcianitos con sonrisas de payaso que provocaban jocosidad dentro de todas esas burbujas. Podía identificarlos con facilidad, como si fueran cuerpos dorados en medio de una multitud de sombras.

-Existen -decía-. Hay más. Yo los he visto.

Y cuando su luz menguaba había quien sabía recargarle. Y las sombras nunca le atraparían, aunque bailara con ellas, jamás se ahogaría su fuego por mucho que prendiera las mentes cubiertas de escarcha, jamás por mucho que abrazase la frialdad, jamás por mucho que compartiera su alma cálida. Había una fuente de energía en la cual recargarse y continuar, aquella era su suerte. Como su responsabilidad compartir su hoguera. Dosificar calor y repartirlo en un mundo cada vez más helado.

-Existen -decía-. Y me enseñan a observar…

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