Los dragones no existen.

Abrió a trompicones la puerta y llegó de milagro a sentarse en el catre. Menuda ceguera llevaba. Meditó en lo oscuro del habitáculo durante unos instantes que le parecieron más bien eternos. Luego encendió la lámpara con un soplido exagerado, sin haber mirado atrás por si la puerta seguía abierta y alguien podía verlo usar piromagia a deshora. Si. La puerta estaba de par en par. Pero la oscuridad en los pasillos de la posada era equivalente a la que invadía su habitáculo. Todos descansaban en aquel piso. Los del piso inferior continuaban sus bailes, sus danzas y su borrachera.

Se incorporó sin saber siquiera como, echó un trago más de aquel aguamiel agria que solo le había costado un par palabras acertadas a la persona acertada, y luego trató de desenrollar un pergamino en blanco.

– Dithen att tjen –susurró de forma casi inaudible. Y como si el viento de su voz tenue levantase una capa de polvo, las palabras de tinta negra comenzaron a aparecer en la superficie deteriorada del pergamino.

Leyó el mensaje para sí. Leyó un texto que él mismo había escrito. Una memoria de tiempos pasados pero no demasiado alejados. Un contenido que podía desgarrarle el alma si se descuidaba. Le traía final. Le traía nostalgia, apego y llanto. Le traía miedo, inseguridad y duda. No. Duda no. Nunca había estado tan seguro de lo que sentía.

Era el fin.

El pasado individuo con su misma identidad había estado acertado en escribir semejante advertencia. Había sido más sabio al predecir los acontecimientos que en el presente se estaban desarrollando.

Sin más. El ebrio arcano asumió que era cierto lo que el mensaje, desde lo más oscuro de su pasado, trataba de transmitirle. Y así, simplemente pensó, pensó enfrascándose en lo más profundo de su embriaguez antes de levantarse violento, extraer una espada de fuego de su baúl y rebuscar entre sus ropas una prenda que no era aparentemente de su tiempo: una sudadera. Se detuvo de nuevo, solo un segundo, dudo, y retomó su airado proceso de lucha contra los fantasmas de uno mismo: salió de la habitación, se dejó la puerta abierta.

Si algo consigue el aguamiel es que no percibas del todo bien el paso del tiempo. Llegar a las playas de Malakar pareció tratarse un abrir y cerrar de ojos a pesar de la distancia. Una vez allí, con sus aguas empapando sus tobillos, no pudo evitar quedarse contemplando la negrura del mar engullendo la del cielo… o quizá fuese al revés. Cavó incansable un hoyó en el que pudo haberse enterrado a sí mismo de haberse encontrado en un estado más elevado de embriaguez. Lanzó al fondo la espada ígnea envuelta en aquella prenda naranja, y un viejo ermitaño quizá más borracho que él pudo verlo enterrar aquellos objetos a patadas enrabiadas.

– ¿Por qué? – le preguntaría al acercársele.

– Porque no combatiré más dragones.

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