Trocitos de galleta en la cama.

Trozos de galleta en la cama. Trocitos y miguitas por comer mientras todos duermen, a oscuras, y con la cómplice melodía del silencio. Traguitos de leche, porque, aun que sea mentira, desde pequeño le dijeron que la leche ayuda a coger el sueño. Y él, quietecito, instintivamente seguía las pautas del ayer. Pero no era el sueño lo que deseaba atrapar… era el tiempo. Y por eso sus ojos se perdían en viejas fotografías de Facebook, almacenadas en álbumes vitales y públicos, inmortales e inmateriales como recuerdos mismos. Trocitos de vida, de anécdotas, de gente, que regresaban esa noche para hacerle compañía. Una melena de rizos dorados y esos ojos verdes, esos otros hechos de fuego y de otoño y tantos otros que ahora lo miraban desde ventanas dimensionales. Esos rostros de amistad que aun hoy sigue teniendo cerca, y esas otras sonrisas de juerga, de fiesta y de locura, de buenos momentos pasajeros, sin más sentido que el que tuviese y ya no tiene. Esas tiendas de campaña mal montadas, esas hogueras y esos lagos de cabezas y brazos alzados. Aquella música, aquella lucha. La rebeldía y sus matices. La política y la anarquía. El alcohol, el sexo y la noche. Los diecisiete y los dieciocho. Barcelona, Valencia y tantos pueblos. Tantos trenes de madrugada. Sudor y polvo en la ropa. Piedrecitas en las zapatillas diez años más viejas. Diez años que cupieron en dos noches. Sangre en la nariz, herida provocada por una pizza puntiaguda. Pelos largos. Cabezas rapadas. Piercings, tattoos y tetas al aire. Sujetadores que solo servían de bandera. Playas hechas de fuego, de vidrio y de risas. De noche, de intimidad y de humo. Un ser que se graduó disfrazado, pero con menos máscaras que la mayoría. Un diablillo rojo, una captura y una noche que se multiplicó por mil. Un beso prohibido que no terminó de ser correcto para nadie. Un calvo que hace calvos. Un papá de todos, un hombro cómplice, una vara o bastón que le introdujo a aquel mundo nuevo. Y un fantasma. El espejismo de una amistad.

La vida. El silencio. Los traguitos de leche. La caja de galletas vacía simbolizando para él el tiempo que se esfuma, que devoramos insaciables…

La noche que precedería a un nuevo año.

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