Culpa

Tenía un compañero a su lado, otra vez. Pero no era bienvenido. Tras el vaho que al despertar empañaba toda su ventana, ahí estaba, translúcido y hostigador. Al otro lado del espejo aun después de haberse lavado la cara, ahí estaba, la mirada analítica de quien te juzga. Detrás de cada paso dado, en cada huella depositada, también él dejaba la suya, no sin antes recordarle y recordarle, una y otra vez, el terrible juicio opresor.

La peor carga que uno lleva a sus espaldas es la de uno mismo, y no es bonito convivir con un ente que te persigue y vive con tu rostro, ve con tus ojos, se instala en tu mente e inhala tu aire.

Harto, se detuvo en seco cuando al recorrer el puerto lo vio de nuevo, reflejado en sí mismo, en el agua de entre los barcos amarrados.

– Suficiente – le dijo-. No te quiero.

Pero aquel ente no hablaba la lengua lógica y mundana de las personas, dominaba, no obstante, el lenguaje insonoro que se esconde en los corazones de algunos seres. Este lenguaje conectaba a estas figuras singulares, entre sí y con su entorno, y dicha conexión era ahora interrumpida por aquel huésped indeseado. Que no obedecía cuando le pedías que se marchase, que no entendía la autoridad del hombre sobre sí mismo. Creía ser superior a su anfitrión y, poco a poco, iba ganando más y más terreno en su interior.

Y el corazón latía, y el huésped quería alcanzarlo. Avanzaba reptando desde el estómago con los brazos alargados. Y el hombre sentía retortijones constantes y nauseabundos.

– ¡Lárgate! – le gritó en silencio, cuando el dolor no le permitía llevar a cabo cuanto él quería, ni conectar con su entorno ni respirar siquiera. Quedaba paralizado, inmerso en un conflicto interno que había de solucionarse para poder continuar.

Cerró los ojos, pues. Y estuviera donde estuviera, dejó de estar. Respiró y supo que lo había hecho ese otro y no él mismo. Volvió respirar y falló de nuevo. Vislumbró al ego, o más bien lo oyó desde el pequeño rinconcito donde lo solía mantener recluido, entendió que decía: No voy a permitir que este intruso pueda conmigo… Y como quiso dejar de escucharle, dejó de hacerlo.

– Así no, pequeño – le susurró-. Habré de buscar un puente esta vez también.

Volvió a respirar, una vez más, fue el huésped quien inhaló su aire. No se permitió ahogarse.

Respiró otra vez, el otro respiró por él. No iba a ahogarse.

– Esta vez no.

Decidió anular el aun audible susurro de ego dejando hablar al intruso. El miedo se apoderó de él unos instantes antes de aventurarse a ser el recipiente de aquel huésped.

– Cúlpame – le dijo. Y el huésped, la culpa misma, sorprendido, no supo ni por dónde empezar.

Una ola de mensajes futigadores inundó su mente entonces. Y lo permitió, y se prometió que no se ahogaría aun inmerso en aquella sustancia grisácea.

Cuando el chorro de culpa dejó de ser tan intenso. La cámara de su mente volvió a vaciarse lentamente. Aguantó hasta que puedo respirar de nuevo, pero seguía siendo el huésped el que respiraba.

– Aguantaré un poco más se dijo.

Cuando la cámara quedó semivacía, encontró al huésped mancillando el blanco de la misma. Se acercó a él tratando de mantener el paso sereno, aun que se ahogase, aun que quedase poco tiempo.

En la mente de uno el ritmo del tiempo puede alterarse, podía usar eso a su favor.

– Hola – le saludó.

– Hola – respondió el huésped.

– ¿Porqué permaneces aquí? La marea ha cesado

– Este es mi nuevo hogar, estaré aquí para siempre. Aun que tú dejes de sentir mi presencia, seguiré reptando por tu estómago persiguiendo tu corazón. Provocaré bloqueos, enfermarás…

– Pero ¿por qué?

– Porque quiero tu corazón.

– ¿Por qué? Es mío.

– Pero podemos compartirlo.

– No – declaró-. No podemos. Resultas tóxico en mi organismo. Te pido por favor que te vayas de él.

– ¿Por qué?

– Porque no tiene sentido que permanezcas. No he hecho nada malo. Las decisiones que he tomado han tenido su razón de ser, las he tomado buscando ser sincero conmigo y mi entorno. La sinceridad a veces daña, pero ese dolor es autoinflingido, no debería generar exceso de culpa. Ya ha pasado la marea, puedes irte.

– Pero yo no quiero irme – insistía la culpa.

– Tarde o temprano, lo harás. Te difuminarás en el blanco de esta sala si no la abandonas por tu propio pie.

Alterado y algo asustado por la seguridad con que el anfitrión pronunciaba sus palabras, el huésped continuó insistiendo.

– Pero ¿por qué?

– Porque no existes. Eres una proyección en mi mente. Has llegado a ser tan fuerte que has afectado al resto de mi cuerpo, pero ya he tomado las riendas. Me perdono a mí mismo y te pido que te largues.

En ese momento, respiró. Respiró de verdad, con sus propias fosas nasales. Los pulmones del intruso ya no estaban allí. El aire alcanzó cada rincón de su cuerpo y se llevó con un par de exhalaciones todo cuanto no servía y solo estorbaba.

Poco a poco, sin prisa, fue depurándose de culpa.

 

Cúlpame. Por huir, por fallar, por perder
Cúlpame una y otra vez,
Cúlpame,
si lo hice desde dentro,
no me arrepiento. 

(Mafalda grup)

 

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